Dafne en Llorenç
– 2024. Terra de Llorers (Tierra de laureles). Comisario: Ramon Sicart
Instalación de dibujos, escultura y ramas de llaurel en los establos del Castillo de Llorenç del Penedès.
Dibujos: Tinta china y yodo sobre papel Waterford Sanders de 300 gr. 153 x 110 cm, 76 x 56 cm (4 un.), 90 x 76,5 cm.
Escultura: Madera, dibujos y textos con lapiz grafito. 120 x 300 x 150 cm
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De Llorens del Penedès -la población que acoge este proyecto- a Terra de Llorers (Tierra de laureles) hay un salto histórico y de proyección poética reveladora. Aprovechar la sintonía y reverberación etimológica de esta coincidencia eufónica (Llorens – Laurēntum – coronado de laureles) y su potencial como relato, sirve de estrategia creativa frente al reto de incidir en un formato expositivo situado. Vienen a la cabeza ideas diversas; una de ellas es recuperar Viga I, un trabajo escultórico consistente en combinar la talla simplificada de una madera alargada y el dibujo y reescritura sobre sus aguas. La viga se comporta como una doble línea de tiempo. Por una parte, en su lado tallado se redibujan las marcas de las aguas de la madera que nos indican el crecimiento y el paso del tiempo longitudinal del árbol del que procede. En el otro lado, la parte plana y no trabajada, se transcriben a mano las dieciocho Tesis sobre la historia de Walter Benjamin. Este texto, sugerente, visionario y radical, presenta otra visión del tiempo histórico: la de los perdedores de la historia, la del proyecto de revolución y levantamiento de las cenizas, la que no es propiamente el tiempo de la naturaleza pero lo condiciona y es condicionado por ella. Por eso, quizás, el impulso de añadir ramas de laurel. Esculpir, escribir, dibujar y camuflar son momentos y acciones diversas en torno a un mismo motivo que se reactualiza constantemente: el paso inexorable del tiempo y las diferentes distancias implicadas en estas acciones.
El laurel, aparte de tener propiedades culinarias y medicinales, se asocia ancestralmente a prácticas adivinatorias, mágicas y de tipo augúrico. El potencial psicotrópico de algunos de sus componentes debía ser clave en los rituales de las culturas arraigadas en el territorio y en estrecha comunión con su entorno natural, mucho antes de que se instaurara como símbolo laudatorio de dioses y figuras victoriosas en los tiempos romanos. En la Grecia clásica la relación con esta planta es muy distinta, como ilustra el mito de Dafne – su nombre significa también laurel –. La empoderada ninfa, hija de la diosa Gea, decidida a preservar su autonomía y a no entregarse a ningún hombre, se ve envuelta en una trama que hoy puede resonarnos. Cuando Apolo se burla del sagaz Eros, es disparado por éste con una flecha con punta de oro, que le hace rendirse perdidamente ante la belleza de Dafne, y dispara otra con punta de plomo a Dafne para conseguir su indiferencia ante las pretensiones de Apolo. Cuando éste está a punto de raptar a Dafne, ésta invoca a su madre Gea, quien abre la tierra bajo sus pies y la convierte en un árbol de laurel. De ahí la resonancia simbólica de las representaciones del mito acaecidas a lo largo de la historia de la pintura occidental. Esta transformación del cuerpo humano femenino en árbol – brazos que son ramas, dedos que se convierten en hojas y pies que arraigan – no resulta indiferente a ojos contemporáneos, dada la profunda crisis medioambiental, el maltrato sistemático del medio natural y el androcentrismo que llevamos desplegando históricamente en nombre del progreso y una visión lineal de la historia. El mito nos conecta con algunas de las tesis de la historia de Benjamin (la número XVIII, por ejemplo) y reclama la reactualización de sus lecturas potenciales.